14.9.08

The dreamers y Ken Park

Este fin de semana tuve la ocasión de ver dos películas que me esperaba parecidas y que resultaron ser completamente diferentes: se trata de The dreamers (Bernardo Bertolluci, 2003) y Ken Park (Larry Clark). No había visto nada antes de estos dos directores y no sabía nada de ambos films, aparte de que se encontraban en la sección de cine independiente del videoclub, de que la versión original era en inglés (esto es importante cuando vives en Bélgica, porque la VO en otros idiomas sólo se puede ver en francés) y de que el tema era el del sexo adolescente en un contesto dramático. Dicen que es difícil encontrar buen cine que analice la adolescencia, porque casi todo lo que se hace es comedia basura y yo pienso que es verdad. Esto es una pena. Considero que la adolescencia es la etapa más desconocida, compleja y maleable de la vida y que explorarla es como moverse en un mundo donde todo es posible, todo puede ser apasionado, radical, donde todo puede nacer o morir con fuerzas en estado puro que después no se repiten porque se equilibran con la experiencia. La carrera artística de Larry Clark está centrada en esta exploración:

la adolescencia es un corpus de ficción apasionante. Todavía no pude ver Elephant, pero espero mucho de ella. Gus Van Sant y yo hemos demostrado que las películas que ponen en escena a adolescentes no son forzosamente comedias tontas. Quiero que los kids se reconzcan viendo mis películas; es muy importante para mí. Es sorprendente constatar que la cultura americana está orientada hacia la juventud, pero que realmente no le habla.


El viernes vi The dreamers y me gustó bastante. Sólo por ver juntos a Eva Green y Michael Pitt ya merece la pena. Al contrario que Ken Park, esta película le permite un hueco al romanticismo. El espectador puede disfrutar de ese espacio preservado del mundo, entramado con la fantasía y con el poder onírico y romántico del cine, que los personajes viven de forma apasionada y despreocupada. Los saltos entre ambos mundos tienden a confundirse dentro de la casa en la que los hermanos Isabelle y Theo, niños ricos e hijos de artistas para los cuales no parece existir ninguna regla, acogen al americano Matthew, que llega tan solo con sus ganas de conocer París, de respirar su encanto y su cine, su magia. El viaje de Matthew, su transformación, como el mismo explicita, es un rito de paso entre etapas “en París fue donde aprendí de la vida”.

La relación que se establece entre los tres se tiñe en algunos puntos de oscuridad, pero ésta es tan leve que no empaña la burbuja, mientras que, en el exterior, el mundo sufre una revolución. El marco es el de las revueltas de mayo del 68, de las cuales los hermanos quieren y no quieren ser parte, están siempre con un pie dentro y otro fuera, la actitud se mantiene pero la acción cuesta, más cuando existe el refugio de la casa, con su carga imaginaria e interpretativa, con esa sensación de que todo es posible en su interior, donde ellos son los dueños de sus vidas. Como sucede en todo trío amoroso, la disputa por Isabelle será un punto fundamental que lleve a la conclusión de la historia, pero se realiza sutilmente, sin dar lugar a la tragedia, manteniendo siempre el tono que Bertolluci consigue a la perfección: el del realismo en los espacios pequeños, las dudas, los accidentes domésticos, los tropiezos… Una realidad que no es perfecta, pero que, aún así, es dulce, protegida, liviana, como esos propios niños ricos franceses, echados a perder, que no tienen oficio ni beneficio y que juegan con todos los juguetes que la realidad les ofrece. Las dos criaturas fascinan a Matthew, que llegará un momento en que tendrá que elegir entre seguir siendo él mismo o convertirse en un juguete más en sus manos.


Ken Park, por el contrario, es una película más seria, más amarga y provocadora y muy artística en cuanto a que presenta una tesis que pretende defender como sea y donde el fin justifica unos medios no siempre digeribles (esta, obviamente, no es una película para todos los públicos y no hablo de edades sino más bien de sensibilidad y aguante). Es de esas películas que, mediante la muestra de una cotidianidad fría y diseccionada, consiguen transmitir la asfixia de los personajes, la sensación de opresión de una sociedad (habitualmente americana), lo absurdo de las vidas que discurren por la cámara y que han creado un género en sí mismo. No hay ni una sola escena erótica en Ken Park y no hay ni un solo intento de romantización. Las escenas de sexo son bastante crudas y van rodeadas de una sensación de anormalidad, de tensión, de repugnancia a veces, que sólo contribuye a que la espiral de opresión vaya in crescendo y que la sensación de ahogo crezca en el espectador. En esta película los adolescentes no son los protagonistas, sino las familias que los asfixian, los manipulan o los maltratan.

El egoísmo, el abuso y la incomunicación llenan de silencios una cinta que, sin embargo, no es aburrida. Las situaciones que retrata, con un realismo atroz, no resultan artificiales o exageradas sino cotidianas, a pesar de lo inquietantes. En esta película los adultos se creen en propiedad de unos adolescentes que no son apéndices de sus familiares sino que tienen su propia y emergente personalidad, la cual se estrella o se pierde contra las murallas que les levantan. No hay forma de lograr una verdadera comunicación en toda la cinta hasta la secuencia final, que es la clave de la película. Al llegar a este punto, cada uno de los personajes ha asumido su destino (más o menos trágico) y se ha acomodado, como un contorsionista, al espacio retorcido que le han dejado a habitar, pero es entonces cuando el director los junta en una escena de cama que actúa como un auténtico bálsamo, después de todo el proceso por el que el espectador ha pasado. Finalmente tenemos una escena emocional, donde los personajes intercambian caricias, se abrazan, pueden relajarse, abrir sus pensamientos: comunicación por fin. La última escena es mucho más que un simple ahogar las penas en sexo, que un “no querer pensar en nada”. Es la única escena que se ve natural, sana, libre de sombras que acechen. Es una terapia, es una familia nueva, que ninguno de ellos ha encontrado en sus casas. Está filmada de otra forma, más luminosa, más descansada, con planos menos complicados, con silencios menos agobiantes. Es como estar por fin en casa. Los protagonistas llegan a ella exhaustos emocionalmente, de callarse, de luchar, de pasarlo mal y por fin pueden ser ellos mismos, hablar a un nivel en el que son comprendidos, en un lenguaje fácil. Esta última escena, este reducto de paz que Larry Clark ofrece, pone de manifiesto su genio y da sentido a la película, la cierra y transmite muy bien su mensaje. Que aquellos chicos estarían mucho mejor por su cuenta que con los insensibles y egoístas padres con los que han ido a caer. Estos tres personajes encuentran una salida para equilibrar sus vidas violentadas, mientras que otros dos permanecen en soledad y su única salida es despeñarse (muriendo o matando).

De Cahiers du cinema, las siguientes palabras de Larry Clark sobre la última escena:
Es también por eso que incluí la escena del trío amoroso al final de la película. Estos kids habían visto tanto que hacía falta que les quede algo para ellos. De ahí la idea de que hagan el amor juntos, como una redención temporal. Hacen el amor de una forma muy pura; esa escena es la menos indecente del film.

Para leer más sobre Ken Park, el artículo de Cahiers está disponible completo aquí

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